LA
CONFORMACIÓN DEL MUNDO BIPOLAR Y EL TERCER MUNDO. 1945-1979.
Ana Elisa Santos Ruíz
La Segunda Guerra Mundial dejó un
saldo de destrucción y muerte realmente estremecedor (aproximadamente 60
millones de muertos, 35 millones de heridos y 21 millones de personas
desarraigadas, además de ciudades, puertos y campos devastados). El reto que se
impuso fue la reconstrucción económica de aquellos países que vivieron con mayor
intensidad la conflagración bélica (particularmente Europa), así como la
creación de instituciones internacionales que resolvieran pacíficamente futuros
conflictos y aseguraran la cooperación para el desarrollo de las naciones de
todo el orbe. Así nació la Organización para las Naciones Unidas.
En 1945 se asomaba también la
reconfiguración del mapa político mundial. Por un lado, el mundo se dividió en
dos grandes bloques: el capitalista, comandado por Estados Unidos de
Norteamérica y conformado por los países de Europa occidental, Gran Bretaña,
Turquía y Japón; y el socialista, encabezado por la Unión Soviética e integrado
por los países de Europa oriental, China y Corea del Norte (a los que después
se sumarán Cuba y algunos países de África y Asia). En medio de estos dos
grandes bloques quedaba una constelación de naciones que intentaban mantenerse
al margen y que en los años setenta se autonombraron como los “No Alineados” o
“Tercer Mundo”. Por otro lado, en el mismo periodo, las colonias europeas en África
y Asia comenzaron a transitar por el camino de las luchas de liberación e
independencia, dando paso al surgimiento de nuevos Estados.
Definitivamente lo que
caracterizó a estos años de aceleradas transformaciones políticas,
tecnológicas, científicas y culturales, fue la confrontación indirecta de los
dos bloques a los que nos referíamos antes. Ésta fue de tal magnitud que a esta
época se le denomina como el periodo de la Guerra Fría. Repasemos brevemente
sus características.
Estados Unidos y la URSS buscaron
afirmar su hegemonía mundial mediante la creación de organismos
internacionales, así como pactos económicos y militares destinados a la
recuperación de posguerra, la asistencia entre países “amigos”, y la
competencia económica, tecnológica y armamentista para enfrentar al bloque
opuesto. Salvo en excepcionales momentos de amenaza directa, la guerra entre
ambos bloques se libró fuera del territorio estadounidense y soviético,
mediante la ingerencia en guerras, revoluciones y movimientos sociales de
Latinoamérica, África y Asia, o bien mediante conflictos ocasionados por ellos
mismos (como las crisis de Berlín y de los misiles en Cuba).
La voluntad de los dos países de
entrar en combate se expresó mediante una carrera armamentista, espacial y
tecnológica, los servicios secretos de espionaje (CIA y KGB), la propaganda
ideológica, así como por una retórica apocalíptica, proveniente sobre todo de
Estados Unidos, que recordaba constantemente al mundo la terrible amenaza que
representaba la sola existencia del comunismo y la posibilidad, siempre
latente, de que estallara una guerra de alcances nucleares.
A pesar de los intentos
estadounidenses por frenar la “expansión del comunismo”, algunas revoluciones
que abrazaron la ideología marxista triunfaron. De entre ellas sobresalieron la
revolución socialista china, dirigida por Mao Tse Tung, y la cubana, comandada
por Fidel Castro. Ambas se convertirían en modelos a seguir por aquellos
movimientos que luchaban en contra del imperialismo y a favor de instaurar una
mayor justicia social en sus respectivos países.
Los años sesenta fueron para
Latinoamérica los del auge de la izquierda y de los movimientos guerrilleros
influidos por la revolución cubana. Ya fuera por la intervención directa o
encubierta (actividades de la CIA y propaganda anticomunista), EU respondió con
una ofensiva regional, desde México hasta Chile y Argentina, contra las fuerzas
progresistas. No sólo se derribaron gobiernos democráticos (socialistas o
simplemente nacionalistas) y se apuntalaron dictaduras sanguinarias, sino que
también se impulsaron políticas económicas que favorecieran la entrada del
capital privado estadounidense, aumentando así la dependencia económica
latinoamericana hacia el gigante del norte.
Los países del primer mundo
fueron inmunes al virus revolucionario que parecía extenderse por buena parte
del mundo, por lo menos hasta finales de los años sesenta. Ello se explica por
el crecimiento económico excepcional de los países capitalistas y por la
adopción del Estado de Bienestar, caracterizado por la dirección e intervención
estatal en la economía, las políticas de pleno empleo y seguridad social. El
estado benefactor logró contener el descontento social previo a la guerra al
mejorar las condiciones de vida de los trabajadores. Las década de los
cincuenta y sesenta fueron las de los años dorados del capitalismo.
El desarrollo económico del
bloque occidental se sustentó en la expansión de la industrialización, los
avances de la investigación científica y tecnológica aplicados al sector
productivo, las nuevas técnicas agrícolas, el abaratamiento de las fuentes de
energía y el boom de la construcción, pero también, justo es decirlo, a la
“división internacional del trabajo”. Las compañías estadounidenses y europeas
extraían materia prima a bajo costo de los países del Tercer Mundo y
aprovechaban la mano de obra barata, al mismo tiempo que les vendían sus
productos manufacturados. La brecha económica que separaba a los países
desarrollados de los que estaban en “vías de desarrollo” se amplió más.
El orden internacional bipolar
fue duramente cuestionado a fines de los años sesenta. Una nueva generación de
jóvenes, hartos de la sociedad de masas, el consumismo, la discriminación, los
valores familiares tradicionales y los regímenes autoritarios, tomaron por
asalto la palabra, las universidades y las calles. Desde los Estados Unidos
hasta la Checoslovaquia socialista, los jóvenes lucharon por transformar la
realidad social y construir un mundo más democrático, libre, comunitario,
pacífico e igualitario. Hijos de la Guerra Fría, esta generación se opuso al
intervencionismo militar de las dos súper potencias en África, Asia y
Latinoamérica. Así, por ejemplo, destacaron las movilizaciones en Estados
Unidos contra la guerra de Vietnam y a favor del reconocimiento de los derechos
civiles de la población no anglosajona (afroamericanos, indígenas y latinos),
así como la lucha feminista y por el reconocimiento de la diversidad sexual. La
contracultura, el rock, las drogas, la psicodelia, el símbolo de “amor y paz”,
la minifalda, las canciones de protesta, los estandartes con la imagen del Che
Guevara, las barricadas callejeras, fueron las nuevas señas de identidad de una
juventud contestataria.
La crisis del sistema bipolar se
agravaría en la década de los setenta. El bloque occidental padecería un gran
crisis económica debido a la alza de los precios del petróleo, así como a la
saturación de los mercados. La prosperidad se vino abajo y, con ella, también
tocó fondo el Estado de Bienestar. Por si fuera poco, Estados Unidos
abandonaba, derrotada, la guerra de Vietnam en 1973. En la misma década el
bloque socialista comenzó a mostrar signos de decadencia: los movimientos de
oposición a la burocracia en el poder, la denuncia de la represión
gubernamental, la lucha por mayores libertades y por sacudirse la hegemonía
soviética, comenzaron a ganar adeptos. Se auguraba ya el advenimiento de una
nueva etapa histórica.
Fuentes:
Hobsbawm, Eric. Historia del siglo XX, Buenos Aires,
Crítica, 1998.
Pastor, Marialba. Historia Universal, 3ª ed., México,
Santillana, 2003.
Valencia Castrejón, Sergio y Alma Guadalupe Palacios
Hernández, coords. Historia mundial. Del imperialismo a la globalización,
México, Edere